lunes, 15 de septiembre de 2014

El #PLE y la #rEDUvolution aplicados a mi hijo (I) : The distracted generation

 Después de una conversación de sintaxis con @chelucana

"A mí la asignatura que más me gusta es religión" suelta mi hijo de doce años, iPad en mano, durante una conversación informal en el salón de casa. La estupefacción se cierne sobre la familia. Hijo de un republicano irredento fan del Rock de los 70 y de una madre saltimbanqui de la docencia con militancia Edupunk, mi hijo pequeño no tenía posibilidad alguna de desarrollar una vocación religiosa y, sin embargo, ...  "Siempre cuentan historias fantásticas: un barco surcando los océanos cargado de animales, unas murallas que caen de un trompetazo, bocatas que caen del cielo (maná, hablando con propiedad), ... Me encanta." Suspiro de alivio en la sala. Estamos hablando, otra vez, de Storytelling.

A Joel le atrae lo fantasioso porque se aburre en la escuela desde su más tierna infancia. Nada le motiva. Siempre está distraído. "Hay que hacerle pruebas de TDA", me indica una maestra joven recién masterizada en Taxonomía Perversa del Alumnado. "Si fuera hijo mío, lo medicaría", espeta otra mayor, pero igual de mediocre, intentando buscar la solución en alguna droga legal. Mientras, él juega en el pasillo con una bolita de papel y silba Europa de Santana. "No nos escucha. Por mucho que le advertimos, no se inmuta. Nunca será nada", remata una agresiva psicopedagoga por horas, recién desembarcada y con ganas de ganarse un puesto a jornada completa. Comprendo que muchas familias sufran ante este tipo de sentencias. La sola idea de pensar que su hijo pueda tener una disfunción mental les aterra y con razón. Las piernas de cualquier madre tiemblan sólo de pensar en los estimulantes. Las nuestras no, pues no creemos en su diagnóstico. Ni tan siquiera en su sistema educativo. 
Analizando con el extrañamiento propio de un formalista ruso nuestro entorno cotidiano, observo cada mirada y cada nuevo paso del niño. Y es ahí, en su mirada, donde encuentro un atisbo de esperanza. La primera vez sucedió con Jacqueline. Deberes para un fin de semana cualquiera: "Buscad un cuadro de Picasso que no sea el Gernika para explicarlo en clase. Poned en Google Picasso e id a imágenes". A veces no me explico cómo he podido contenerme durante estos últimos años. 
Ante tamaño despropósito pedagógico, sustituimos el buscador por la pesquisa personal de una obra motivadora en el Museo Picasso de BCN.


Si bien el Arlequín (1917) atrajo su atención durante varios minutos, su análisis del retrato de Jacqueline (1957) fue lo que nos dejó perplejos. "Está triste, muy triste", dijo emulando los gestos del personaje. A lo que yo respondí "Es la última mujer de Picasso, Jacqueline". "Sí, pero él no la trata bien. Ese ojo está a punto de llorar". Y era cierto. Ella sufriría mucho.


Este episodio  de tintes proféticos quizá hubiera quedado en los baúles de la memoria familiar si no se hubiera repetido ante la Materia del tiempo de Richard Serra en el Guggenheim. Allí, mi hijo estuvo una hora jugando entre sinuoso oleaje de la obra  sin ver cómo el vigilante le lanzaba miradas asesinas. La felicidad completa llegaría este verano bajo la cúpula del Museo Dalí que generó un torrente de selfies. Contagiado de la megalomanía del autor, Joel, con el iPad en la mano, se crece hasta sentirse Dios. Es feliz.




Definitivamente, María Acaso tenía razón: Mi hijo entendía mejor los códigos de los artistas actuales que las explicaciones decimonónicas de sus maestros y maestras. Sus dificultades por memorizar las tablas de multiplicar, las comarcas de Catalunya o los ríos del mundo no casaban  ni con la intuición con que manejaba un nuevo videojuego ni con la extraña lucidez y sensibilidad que mostraba ante el arte contemporáneo. Sin duda, había que considerar estos olvidos como una llamada de atención: Joel ignoraba toda aquella información que no consideraba útil por repetitiva, por inaplicable, por lejana. Este rechazo de los contenidos clásicos ya era una decisión a la que, sin duda, había precedido un análisis. Mi hijo cuestionaba inconscientemente el currículo y adivinaba el simulacro pedagógico en que estaba inmerso por obligación. Exigirle pasión era un abuso.
Tuve que tomar una decisión cuando el colegio me comunicó que  la Educación Visual y Plástica se había evaporado en este nuevo curso. Abandonar cualquier actividad artística a los doce años me parecía una crueldad. Así que, empezamos a organizar su Entorno Personal de Aprendizaje (Personal Learning Environment - PLE), un arma cargada de futuro,  y  la rEDUvolution en familia. Pourquoi pas? Quería un hijo apasionado, sino de la escuela, del aprendizaje.




Fotos de Robert Doisneau, Rosa Díez y Joel Anaya.

5 comentarios:

  1. Querida Rosa, me ha encantado. Voy a compartirlo con mi equipo docente... ¡Todavía estamos a tiempo! Besos e historias para tu hijo y para ti.

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  2. Gracias, Joaquín. Tenemos una responsabilidad moral con nuestros hijos y con nuestros alumnos: Tienen que ser felices aprendiendo. Un abrazo.

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  3. Rosa: ¡Què historia!
    Nos pasa algo similar con nuestro hijo, tambièn de 12.
    ¡ Es muy dificil la relaciòn de estos niños con un sistema educativo que obliga y no motiva!. Uno se resigna pensando que son seres sensibles y ven el mundo desde àngulos opuestos a los establecidos, pero en el fondo, solo ellos son los que dìa a dìa estàn solitos luchando contra un mundo que no los comprende.
    La alegrìa ante los aprendizajes tendrìa que ser constante. Creo que para eso estamos nosotros, buscando la vuelta para que puedan incluirlos desde el juego, el arte, el descubrimiento... y tambien mirando a nuestro docente interno-externo, para multiplicar todo eso en nuestros alumnos...
    Saludos desde el otro lado del charco...

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  4. Querida Clara, enseñémosles a aprender con felicidad. Es la única garantía para tener un lifelong learner.

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  5. ¡Una entrañable entrada, Rosa, enhorabuena por el enfoque, no todos los niños tienen tanta suerte en casa!
    Un abrazo.

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